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El reloj del muelle marcaba las cuatro de la mañana, y ese 5 de abril de 1960 comenzaba para Laureano otra jornada de trabajo en la villa. Hacía más de 30 años que aquella rutina se había convertido en su vida. Desde los siete años pescaba con su abuelo en los voladizos de las rocas, y ya tenía más que aprendido todos los secretos de la mar y sus oficios.

Aquella mañana comenzó como otra cualquiera, había embarcaciones de Galicia, Asturias, País Vasco y Cantabria. Era pronto y los primeros barcos volvían a descargar al puerto. El día era soleado y no parecía que el mar fuese a estar picado como días antes. Pasado tres cuartos de hora, el muelle se sumía en un runrún. Los barcos estaban regresando constantemente con catorce mil kilos, y en el muelle se empezaban a amontonar los cestos entre todo el ajetreo de los hombres. 

Laureano era uno de los encargados de llevar los carruajes cargados hacía la lonja. No tardó en formarse largas colas en las calles para llegar a las básculas, los caballos avanzaban lentamente, mientras los carros de madera chirriaban cada vez que aquellas grandes ruedas tenían que girar. Entre los allí presentes hablaban de la gran pesca que se estaba dando ese día, pero sin gran entusiasmo, ya que la costera de primavera de ese año estaba siendo buena. Los bancos de pesca se encontraban a escasa una hora y nada parecía fuera de lo normal.

Mientras tanto en el muelle comenzaron a escasear las manos y no había trabajadores para absorber semejante cantidad de pesca. Hasta los cestos donde se colocaba el bocarte fresco empezaron a faltar. Al mismo tiempo, en la lonja, el bocarte no se dejaba de subastar desde las ocho de la mañana. Las 118 conserveras de Santoña y Laredo estaban presentes, y el kilo se vendía por 3,55 pesetas.

El pescado subastado se iba dirigiendo a las conserveras y el espacio en ellas empezaba a ser cada vez menor. Las fábricas habían comprado hasta 100.000 kilos de bocarte y buscar sitio donde llenar las tinas con sal empezaba a ser una tarea difícil. 

Pronto comenzaron a llegar albañiles y carros con cemento y ladrillos. Todos ellos levantaron pilas de un metro de alto entre los pasillos, aprovechando cualquier espacio, por pequeño que fuese. El bocarte se introdujo dentro, se llenó de sal y días más tarde, cuando aquello hubiese pasado, ya habría tiempo de descabezar y limpiar.

Santoña entera estaba movilizada por aquella jornada, hasta los más pequeños echaban una mano en lo que pudiesen; muchos de ellos llevaban la comida que habían hecho las mujeres para los hombres, y seguido iban a descabezar a las conserveras. 

El reloj ya marcaba las doce la noche, y allí seguían trasladando y pesando la pesca. El cansancio se hacía notar entre los trabajadores, la temperatura había bajado considerablemente y todos querían ir a descansar. Aun así, todos sabían que aquella jornada iba a traer riqueza a la villa: los pescadores estaban ilusionados por unas “partijas” cuantiosas; los comerciantes y hosteleros celebraban la abundancia que esa costera iba a traer; las conserveras presumían un año de gran producción; incluso los niños y más mayores estaban contentos por haber vivido aquel día.

Aquella jornada, que se apetecía como tranquila a las cinco de la mañana, acabó batiendo el record mundial de pesca de una misma especie. En total fueron 1.541.664 kilos de bocarte el que la flota descargó en la villa de Santoña. 

Muchos son los santoñeses, como Laureano, que recuerdan ese día con gran cariño y es que sin duda, es una de las fechas más memorables de la historia de Santoña.

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